sábado, 14 de enero de 2012

Corrección del texto de Prigogine



COMENTARIO DE TEXTO
La cuestión del tiempo y el determinismo no se limita a las ciencias: está en el centro del pensamiento occidental desde el origen de lo que denominamos racionalidad y que situamos en la época presocrática. ¿Cómo concebir la creatividad humana o cómo pensar la ética en un mundo determinista? La interrogante traduce una tensión profunda en el seno de nuestra tradición, la que a la vez pretende promover un saber objetivo y afirmar el ideal humanista de responsabilidad y libertad. Democracia y ciencia moderna son ambas herederas de la misma historia, pero esa historia llevaría a una concepción determinista de la naturaleza cuando la democracia encarna el ideal de sociedad libre. Considerarnos extraños a la naturaleza involucra un dualismo ajeno a la aventura de las ciencias y a la pasión de inteligibilidad propia del mundo occidental. Según Richard Tarnas, esa pasión es “reencontrar la unidad con las raíces del propio ser”. Hoy creemos estar en un punto crucial de esa aventura, en el punto de partida de una nueva racionalidad que ya no identifica ciencia y certidumbre, probabilidad e ignorancia.
Ilya Prigogine: El fin de las certidumbres. Ed. Taurus.


1. Señala las ideas fundamentales de este texto y relación existente entre ellas.

     El autor comienza situando la cuestión del tiempo y el determinismo como el epicentro de una brecha profunda en el seno de nuestra tradición, que estaría basada en dos pilares o logros fundamentales que se enraízan ambos en los tiempos de los presocráticos: la democracia y la ciencia moderna.

     La tensión radica en el siguiente dilema: la democracia se asienta sobre los ideales de la libertad -con la consiguiente responsabilidad-, mientras que la ciencia parte del supuesto contrario, el determinismo, es decir: la creencia de que la naturaleza funciona según una reglas y patrones rigurosos, negando por tanto toda libertad y creatividad (podríamos decir, todo azar) en el funcionamiento de la naturaleza, y siendo este presupuesto la condición de su objetividad y eficacia. Por un lado, para afirmar la creatividad humana, su moral o concebir el Estado como aquél donde cada ser humano pueda ejercer su libertad de pensamiento y acción (ideal democrático), es preciso concebir al ser humano como libre. Por otro lado, para que afirmar la validez y eficacia de la ciencia, es preciso concebir que la naturaleza funciona siempre del mismo modo, es decir: según leyes, que es lo que la hace predecible.

     Esto división en nuestros pilares culturales implica a su vez otra en la concepción del mundo: hasta ahora se ha asignado, pues, la libertad al ser humano y el determinismo (su opuesto) a la naturaleza. Pero, se plantea aquí el autor, ¿es lícita tal dicotomía, asignar al ser humano una cualidad que se niega por completo en la naturaleza? Eso impone una contraposición entre el ser humano (como sujeto que conoce y como sujeto que actúa) y el mundo en que vive (como objeto conocido o a conocer). Pero este dualismo es ajeno a la “pasión de inteligibilidad” (la necesidad que sentimos de creer que el mundo es inteligible o comprensible para nosotros, dado que intentamos conocerlo) de nuestra cultura occidental. Quiere esto decir que el “ser” no puede ser concebido (nos resistimos a ello) desde este dualismo.

     La superación del tal dicotomía es lo que la ciencia contemporánea parece poder plantear, según sostiene el autor. Los nuevos planteamientos científicos parecen abrir las puertas para concebir de nuevo el ser bajo una unidad que abarque ambos aspectos o que supere uno de ellos. A esto se refiere cuando afirma que la nueva comprensión de la ciencia nos sitúa en el punto de partida de una nueva racionalidad: los descubrimientos sobre el comportamiento de las partículas subatómicas, que traspasan los límites del determinismo, o de la naturaleza de la información en genética, permiten plantear una nueva concepción del ser (ontología) y del conocimiento de ese ser, entendiendo al ser humano como parte del mismo.

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