domingo, 1 de agosto de 2010

LA EMOCIÓN DE DESCUBRIR COSAS

Decía Aristóteles que todo hombre, por naturaleza, desea conocer. Sin embargo existe cierta tendencia a que, con el tiempo, nos anquilosemos, perdamos la ilusión y caigamos en la poltrona de la cotidianeidad y de lo ya aprendido. Si consiguiéramos retrotraernos a nuestra más tierna infancia (olvidando la alergia a aprender que se nos desarrolla en el colegio), ¿cuál sería el primer recuerdo de la ilusión ante un descubrimiento? ¿Alguien se acuerda de emocionarse viendo que las cosas caen? ¿O al abrir los cajones de mamá o papá? ¿O al enterarse de lo grande que es la Luna?... ¿Cuáles han sido nuestros descubrimientos más emocionantes, en cualquier edad? Yo me acuerdo, por ejemplo, de cuando descubrí que era española: corría de mi habitación al cuarto donde estaban mis padres preguntando cómo se decía mesa en todos los idiomas que se me ocurrían (sospecho que muchas respuestas se las inventaban)... Hasta que pregunté cómo se decía en español. Creo que tenía tres o cuatro años. Claro que, con una edad vergonzosamente adulta, recuerdo también cierta emoción ingenua al descubrir lo cerca que estaba de la Puerta del Sol cuando salía por ciertos bares en torno a Santa Ana...
Por supuesto, tengo recuerdos de descubrimientos más intelectuales, más sublimes... Pero no vamos a aburrirnos con eso. Deleitémonos al observar la emoción de otros seres al descubrir cosas que nosotros ya conocemos. Unos seres que, por cierto, también forman parte de mis recuerdos.



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